Pásenle a lo barrido y a lo barrial

Hijo de un luchador. Fan de Extremoduro y de Manic Street Preachers. Adicto a las botas vaqueras. Coleccionista de sombreros vaqueros y cintos piteados. Aficionado al jazz, vago y autodidacto. He trabajado como despachador de pollo frito, chalán de frutería, fabricante de jocoque casero, lavaplatos en una pozolería, dependiente en una tienda de discos, bodeguero de panadería y vendedor de cerveza en el estadio Corona.

martes, 20 de mayo de 2008

Más de la mitad del mundo está sumido en un sueño irreparador



Con excepción quizá de su primer cuento, “Expeled”, la obra de John Cheever siempre se inclinó hacia el tratamiento de temáticas relacionadas con el mundo adulto. Digo quizá, porque incluso “Expeled”, aunque retrata un universo juvenil, lo hace desde la óptica maliciosa de la madurez. Obras posteriores, como por el ejemplo, “La historia de Sutton Place”, que habla sobre un incidente ocurrido a una niña, el impacto moral del texto lo sufren los personajes adultos.

No es casualidad que la frase que inaugura sus Diarios sea “En la madurez hay misterio, hay confusión”. Desde el origen del existencialismo como corriente interpretativa del estado anímico del espíritu occidental, es probable que ningún otro escritor contemporáneo haya padecido más la “crisis de los cuarenta” que John Cheever. No el típico conflicto del hombre que al cumplir cuatro décadas pretende tomar su “segundo aire”, recuperar algo de juventud sexual, clínica, cínica. Cheever padece una crisis intelectual. La de un hombre que pretende recobrar un pasado literario satisfactorio, pero que a su vez reconoce ante sí mismo la inexistencia de dicho pasado en sus Diarios:

A medida que me acerco a los cuarenta sin haber conseguido ninguno de los objetivos que me había propuesto, sin haber alcanzado la profunda creatividad –por la que me he esforzado durante años–, siento que adopto una posición menor, oscura, mediocre, que no es mi destino pero sí culpa mía, como si en algún momento me hubiera faltado el ingenio y el valor para ajustarme de modo competente a las formas que tenía a mano.

¿Cómo lanzarse en busca del tiempo perdido que no sucedió? Sin embargo, la situación de Cheever no era tan desventurada como su dramatismo le obligaba a sentir. Hizo su debut como un grande. Una promesa que se cumplía. Un escritor que cada año no defraudaba la consagración que le profetizaban. El motivo por el que Cheever se concebía como un fracasado a finales de los años cuarenta, se sentiría así hasta finales de la década de los 70’s, era el desentendimiento flagrante que los medios le profesaba. Fenómeno que dispensa a Cheever un aura equivoca de escritor oculto, o underground.

La clave era promoción. Cheever fue bloqueado por el sistema. El gobierno de Estados Unidos hacía todo lo posible para que la obra de Cheever no fuera exportada. No se sentían orgullosos de que un escritor local estuviera más cerca de la literatura rusa que de su propia tradición. Les disgustaba que desmintiera de manera tan educada el sueño americano. No era el único outsider. A diferencia de otros virulentos y viscerales, Cheever siempre contuvo sus execraciones, sacrificio a favor de una prosa incorrupta, accesible, elegante. Una narrativa que buscaba la angustia desde otro ángulo, el espectro anecdótico. Tal visión le propinó un rango de credibilidad al que no accedieron otros escritores, más marginales, más explosivos. Cheever es accesible para todo tipo de lector.

A finales de los años 40, como una forma de analgésico, para combatir la frustración contra la que Cheever se debatía, comenzó la elaboración de un diario. Con insistencia se habla del acto creativo como una experiencia liberadora, en Cheever no bastaba la elaboración de ficción como medio para exorcizarse. Entonces surge un acontecimiento espectacular en la obra de Cheever, sólo la no ficción es capaz de procurarle lo que la ficción no le concede. Es (casi) una regla no escrita que cualquier escritor que llega a los cuarenta experimente un sentimiento negativo o positivo hacia si mismo. Sin importar que no haya sido establecido por nadie, el autor que arriba a las cuatro décadas sin consagrarse no se lo perdona. Por supuesto se trata de una patada de ahogado. Esta idea nos adentraría en la controversia. Quién decide de qué trata la consagración. ¿Editorial, escritural? El temor obedece a otro aspecto, la incapacidad emocional para afrontar la realidad, producida de las inseguridades de la personalidad de cada escritor en particular. Aunque un gran número de autores se parezcan demasiado a otros en sus obsesiones sintomáticas.

Existe un catálogo aleccionador de la tarea del literato en el formato diario. Un ejemplo perfecto puede ser la obra de Anaïs Nin. Pero, para mí, escapa a la denominación cheever. Su trabajo partía de la no-ficción, para convertirse en ficción. No polemicemos, todo finalmente se convertirá en ficción. La diferencia la otorga las intenciones de elaboración de una poética. La estatura de Diarios de Cheever, sólo es comparable a dos libros monumentales. Diario de Witold Gombrowicz y Libro del desasosiego de Fernando Pessoa. Debatibles el impulso escritural de los dos últimos, o de los tres si se quiere. En el caso Wombrowicz se trata de un enciclopédico intento por resumir el papel del escritor frente a su obra, en Pessoa, asistimos a un blof metafísico infinitesimal, casi evangélico.

Los tres libros habitan lo que impulsa a cualquier diario, una superficie confesional que permita acallar a la conciencia. Sin embargo, persiguen un objetivo diferente. La expiación de la culpa, sí. Pero una culpa literaria. En Pessoa, motivada por su enfermedad física y su desamore, que el interpretaba como un obstáculo para convertirse en quien es ahora. En Gombrowicz, su exilio en Argentina, vuelve otra vez el tema del “expeled”: expulsado. Su exilio territorial y lingüístico. Aspecto que sólo le permitía participar en la literatura polca a través de un espacio abstracto que significa la distancia. Y la patria Cheever, más contaminada, más autómata, de bomba atómica.

Diarios de Cheever, ha sido calificado como un “hermoso agujero negro”. Abismo que se acentúa en toda su cuentística. La diferencia entre ambos espectros, se debe en particular a que uno se dedica a explotar la ficción, y el otro a explorar la vida emocional del autor. Se trata de la misma fuerza. Una fuerza que indica que Cheever se exigió a si mismo lo que a los personajes: una profunda ambigüedad que no se resuelve sino hasta el momento crucial de la escritura. Pensemos en el cuento “Canción de amor no correspondido”. En la historia, el protagonista, Jack, decide hacia el final rebelarse contra la muerte. El personaje es una analogía del propio Cheever. Durante todo Diarios, se está rebelando contra la muerte. De ahí surge el pozo profundo de Diarios. De rebelarse contra todo, incluso contra su homosexualidad. Su vida estuvo marcada por la indecisión sexual. Como testamento, Diarios establece una de las obsesiones del mismo Cheever literario: la caída. También a la vez una metamorfosis. La ambición que se convierte en poder se convierte en catástrofe moral.

Hacia 1978, la publicación de su recopilación de relatos The Stories of John Cheever, el escritor mereció el Premio Pulitzer y el Nacional Book Critics Circle. Una vez más, Cheever demostró que no estaba a gusto en su papel. Qué le había pasado al país que antes lo expulsó, el mismo que ahora lo honra. Qué le sucedió a John Cheever. Qué pasó con la culpa literaria. Qué fue de ese pasado insatisfecho, irrecuperable por literario. Todas las respuestas estás y no están en Diarios. En esos cuarenta años registrados por su autor de manera catedralicia.

John Cheever jamás se sintió en su lugar, ni como expulsado ni como hombre de éxito. El único sitio posible para Cheever fueron su Diarios. No puedo afirmar que ese sea el Cheever verdadero, pero es él quien así quiso que lo recordáramos. Como un hombre que enfrentó su propia obra, la grandeza de sus cuentos vs. la hermosura de su diario. El escritor que afirmaba que más de la mitad del mundo está sumergida en un sueño irreparador. Quien aseguraba, con una copa de whiskey en la mano, que casi todas las aberraciones son cosa del pasado.

John Cheever, Diarios, Emecé, 2006

domingo, 11 de mayo de 2008

Lo contrabiográfico


It’ s what you remember what you remember that makes you
MANIC STREET PREACHERS
Emily


La “vida eterna” sólo dura un rato. Un epigraffiti. Un estribillo pop. Un one hit wonder. Sin duda, la “vida eterna” se parece más a un poema corto. La naturaleza del poema corto es ser contrabiográfico. Por contraste con la efeméride y lo notarial que sugiere el poema extenso.

Algunas hojas, primer libro de Gerardo Monroy, que encuentra un símil perfecto en algunas señales, es un libro contrabiografico. Propone sólo señas, carne fría. Señalamientos para configurar una geografía existencial. Nunca una biografía. La semblanza se debe al tiempo. Es una recurrencia satelital.

Ahora, que más de la mitad del mundo es emo, Algunas hojas se nos presenta con alegría biofílica. Y aunque el tono de algunos poemas aparece afectado por el síndrome Ian Curtis, el ánimo de la localidad general es de regocijo. Más que poesía, los textos asemejan pequeñas crónicas de hostel. Croniquitas cercanas a los pequeños detalles colgados en las revistas de viaje. Elementos que van desde el aforismo y el guiño del chat, hasta la línea de galleta de la suerte china y la paráfrasis propagandística.

Lo contrabiografico guarda una correspondencia con lo discontinuo. Lo multiforme. Algunas hojas es un libro multiforme, multiinforme. Producto de un fanático de la minuciosidad. Existe en sus versos una devoción escandalosa, pornográfica por el detalle. Por la sobrexposición del los signos. Hiperrealidad poética. Un fervor cercano a la sobredosis.

Aunque no es obligación de una reseña develar las influencias del objeto a enjuiciar, es ineludible no mencionar la deuda con Octavio Paz. Además claro, de la rememoración emilydickinsoniana. Somos lo que recordamos. Sin importar que no nos recordemos a nosotros mismos. Referencias hay bastantes, sin embargo sólo aludo a estas dos figuras por el matiz contrabiográfico que los vincula con Gerardo Monroy.

La obra prima de todo joven poeta reserva una gran cantidad de historias. En el presente caso, la más interesante es arrancar una carrera literaria con el fenómeno de lo contra. Asumido no como contracultural, sino como un síntoma de la negación. Gerardo Monroy es un autor que siempre ha planteado su obra desde el No. El No bartlebyniano que nos hizo preguntarnos, a quien lo conocemos, si algún día llegaría a publicar un libro. Los poemas de Algunas hojas fueron escritos entre 1993 y 2005. Celebro su debut. No hay nada peor que un joven poeta de la calidad de Monroy que se desperdicia en el anonimato.

Observo en sus poemas, una socorrida sencillez, que no simpleza. Un lado refinado que es terso y agreste a la vez. Dejando de lado la distorsión, el rasgo que identifica a los textos de Algunas hojas es la pureza. Es el mismo impulso primigenio impulsa a todo poeta. En este caso, un grado de pureza, que no purista, que no se debe a nada, ni a las influencias ni a las filias, sólo al poema.

Y es esa la mayor virtud de Algunas hojas, su papel frente al poema. Su respeto por el poema como vehículo eficaz para trasportar la belleza. Por supuesto, sin estar exento de la emoción. Del humor. De la tradición. De la modernidad. Incluso del pop. La brevedad de sus poemas es testimonio de una vida contrabiográfica. De una estética contrabiográfica.

Por sus textos podemos descifrar que la existencia para el poeta ha sido un innumerable paso de post it’s. Recaditos, mensajes, papelillos amarillos que Monroy ha obtenido como los toreros espontáneos. En un ataque de abstinencia por el ruedo. Para decir nunca soy. Nunca he sido. Sin embargo, aquí me tienen.

Algunas hojas, Icocult, 2007